16 septiembre, 2024•By Adalberto Villasana Miranda
Huyo del abuso, del trabajo fatigante para complacer, del paradigma asfixiante de perfección. Y entonces, y sólo entonces, me siento amada por la única persona con la estuve y moriré: yo misma.
Abanico
Síndrome de Wendy
Por Ivette Estrada
No quiero ser Wendy: priorizar los deseos y necesidades de otros a los míos. Me rehúso a ser perfecta, a escuchar siempre, a anteponer a los otros sobre mis propias necesidades, a desgastarme por gustar, o hacer todo por aceptación o amor… Debo recobrar mi propia voz.
A veces analizo circunstancias y trazo rutas en las que la protagonista de mi historia soy yo, creadora de mi destino. Pero mi firmeza flaquea. Me imbuyo de una densa empatía. ¿Qué siente o requiere el otro, por qué no olvido mi egoísmo, por qué por educación, amor o amabilidad caigo en trampas de abuso y desconsideración?
Si, a veces, muchas veces, soy extremadamente protectora. Yo, que nunca tuve hijos, adopto el paradigma de madre abnegada. Convierto a los otros en hijos a costa de mi propio bienestar y agenda personal. Dicen que temo al rechazo. Tal vez. Estoy hecha para complacer, para sonreír con dulzura aún en los agravios, para anticiparse incluso a los deseos de los demás.
En la película de Peter Pan me reconozco como la complaciente Wendy. ¡Y no quiero serlo!
¿Soy una eterna buscadora de aprobación? Confieso que a veces me siento imprescindible y me lanzo de lleno a resolver los problemas de los demás. Y aunque la mayoría cree que soy muy inteligente, tengo creencias perniciosas e inconfesadas ante mi: entiendo el amor como sacrificio y resignación.
Logré escribirlo, aunque racionalmente es reprobable.
Si. Siento la necesidad de cuidar y proteger a los demás. Incluso evito a toda costa que las personas a mi alrededor se enfaden. Odio discutir tanto como amo hacer feliz a los demás constantemente. Y si: busco agradar siempre a quienes me rodean.
Pero esto no es bueno. A menudo me siento “quemada”, sobresaturada y agobiada. Entonces empiezo a luchar, a mirarme como la mujer que me convertí y no en una niña que se sintió desprotegida.
Es muy probable entonces que no me importe la complacencia y dulzura, que avance en el encuentro de mis propias metas y trace un concepto unipersonal de la realización. Entonces huyo del abuso, del trabajo fatigante para complacer, del paradigma asfixiante de perfección. Y entonces, y sólo entonces, me siento amada por la única persona con la estuve y moriré: yo misma.
Es posible que a esos bruscos virajes alguien los atribuya a la bipolaridad. En realidad es el único acto final de valentía y supervivencia. Es un salto al vacío para reencontrarme conmigo.
La cura a estos actos a veces “suicidas” es establecer límites. Ya no quiero ser Wendy.
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